Abstract
Desde Cantaelgallo a la huerta, el camino era bacheado y estaba salpicado de tramos arenosos, por lo que los dos mulos en reata apenas podían con el volquete colmado de estiércol equino. El cuartel de caballería estaba a más de siete kilómetros y, durante un par de meses, la yunta no hacía otra cosa que ir y venir para acopiar la preciada mezcla de deyecciones de caballo y cama de cereal, de la que nunca se conseguía suficiente. El estiércol de caballo no olía tan mal como el de vaca, y aún peor olía el del vertedero del pueblo, al que nos vimos reducidos cuando la caballería se motorizó, pues en aquellas tierras había muy pocas vacas. A los niños mayores nos dejaban llevar las riendas en el trayecto de ida y volvíamos andando bajo el inclemente sol del sur, unos calzones cortos y unas sandalias por toda indumentaria. Aquello duró más tiempo del que ahora parece, todos los largos años de la política autárquica que siguieron a nuestra Guerra Civil. No sabíamos entonces que aquel tipo de régimen agrícola, que tantos desvelos y angustias causaba a mi padre, sería elevado a los altares medio siglo después, ni tampoco éramos conscientes de que las radiaciones solares eran cancerígenas o de que la basura humana no debe ser tomada a la ligera