Abstract
La ciudad no ha sido casi nunca un producto muy claro de decisiones racionales. Hijas de la
geografía y del tiempo, las ciudades tuvieron muy a menudo una condición orgánica, cuya
inconveniencia y excesiva irregularidad ha quedado frecuentemente compensada por el pintoresquismo
que celebran tan a menudo diletantes y turistas. Hijas también del acontecimiento y
03 de la historia -como Rossi nos recordó lúcidamente-, de mitos y de ritos -como Rykwert ilustró
con atractivo y acierto-, las ciudades llevan su arcano y su individual condición por formas
irracionales y por caminos ignotos y complicados.
Pero historiadores, geógrafos y arqueólogos saben bien que, siempre, cuando la ciudad hubo
de ser planificada en un momento dado y de modo global, el hombre no acudió nunca a otro
expediente geométrico que al trazado de la cuadrícula ortogonal, de la retícula. Fuera en la más
remota antigüedad, cuando la ciudad nació en la India, antes aún de Mesopotamia y de Egipto,
fuera en la antigüedad clásica, en el renacimiento, o en el siglo XIX; fuera en Asia o en Europa,
en la América española y portuguesa, o en la anglosajona, toda ciudad planificada fue un plano
cuadriculado. Tan sólo el vanidoso siglo XX ha desmentido, en buena medida, esta generalidad
de la civilización humana.