Abstract
Con el asentamiento del automóvil como elemento indispensable del transporte en la ciudad desde mediados del siglo XX, las principales capitales debieron plantearse una manera de descongestionar de vehículos sus núcleos centrales y materializar una vía de tránsito que acortara los tiempos y recorridos de sus habitantes. Surgieron entonces las circunvalaciones periféricas como soporte de esta nueva realidad. En el caso de Madrid, la M30 comenzó a construirse a comienzos de los 70, sobre las huellas del arroyo Abroñigal y del río Manzanares. En París, el Périphérique aprovechó los terrenos de las antiguas murallas destruidas y comenzó a tomar forma en 1956. En común tenían su naturaleza de poderosa y preeminente línea que subrayaba el centro de sus ciudades, aunque también lo aislaban de sus periferias en ebullición, con su imponente silueta de hormigón solo a veces franqueable que imponía un límite físico que ha calado más allá de su condición infraestructural. Desde una escala en la que son solo dos líneas en el territorio hasta la de los puntos exactos en los que se dejan atravesar, se inicia un recorrido por estas dos carreteras que rodean los corazones de Madrid y París para tratar de entender su impacto en la manera de ser y de reproducirse de dos ciudades que ya no se entienden sin sus perímetros motorizados.